CATALOGO
Gerardo se fue de vacaciones con sus abuelos y su tío Alberto a Mar
del Plata.
Nunca había ido al mar; él y su familia vivían en Tucumán: verdes
frondosos, abundancia de calor y color, mosquitos con dientes y documento de
identidad, y atardeceres selváticos
maravillosos.
Pero de mar… nada.
El tío prometió que irían todos los días, aunque los abuelos se
quedaran a dormir la siesta… sólo si llovía, buscarían otro programa.
Y como si un duende pícaro lo hubiera escuchado, sonó un trueno que
les retumbó en el corazón y cayó la primera gota de un chaparrón que se
extendió los diez días que duraron las vacaciones.
La abuela recordó que en un viaje de su juventud había ido a una linda
biblioteca, llena de libros hermosos con unos sillones muy cómodos y que te
daban galletitas si te quedabas quietito leyendo, sin hacer ruido.
Gerardo levantó sus ojos mirando al cielo y pensó que nada podía
empeorar, hasta que el tío Alberto dijo que él la recordaba.
Después del desayuno, los cuatro fueron juntos al santuario de los
libros.
Al entrar, una señora joven y regordeta de caderas anchas como el mismo mar, los atendió. La abuela pidió “uno finito y de letra
grande”, porque tenía pocos días para leerlo… aclaró. Tío Alberto dijo que él sólo iba para
acompañar y cuando Gerardo estaba a punto pedir el suyo, la abuela sugirió:
-
para él,
MOBY DICK.
“¡¡¿Moby Dick?!!... no era suficiente con la lluvia?!!”.
La bibliotecaria gordita, sabia y mágica, dijo que Moby Dick, se lo habían llevado más temprano,
dispensándole a Gerardo una miradita cómplice y preguntándole, qué otro
prefería.
-
uno de
terror o suspenso con muertos de verdad – dijo Gerardo sabiendo que no se iría
con nada menos que eso.
-
Mmmmmm… -
dijo la bibliotecaria gordita y sabia –
creo que el único que tengo no es para tu edad y es un libro para leer sólo
aquí.
Gerardo pensó que “ese” era el único libro que necesitaba y que era capaz de encerrarse en la biblioteca todas las vacaciones, aunque el mar estuviera a cuatro cuadras, tentándolo con su “solo estar”…
Al día siguiente con una autorización firmada por tío Alberto, Gerardo
fue a pasar la tarde a la biblioteca.
La bibliotecaria preguntó si necesitaba compañía o si se quedaría solo
a leer ese libro, y Gerardo intentando ser educado, le dijo que él ya era
grande, si no sus papás no lo hubieran dejado ir al mar.
Ella abrió la puerta y el olor al agua de mar le invadió todos los
sentidos. Descubrió en un segundo que
no necesitaba tocarlo, para sentir el
mar. Una inmensa ventana que daba
directo a la playa se desplegaba ante él, y junto a ella, una mesa y una silla
lo invitaron a entrar.
Gerardo se acercó sin dejar de mirar la inmensidad salada; y allí lo
esperaba su libro: MOBY DICK.
La bibliotecaria, lo miró fijo a los ojos, y le dijo:
- Es una
versión para adultos y tiene muertos de verdad.
Te dejo solo para que descubras la aventura del mar.
LA ORUGA GABRIELA
(español)
La oruga Gabriela, era la más linda del árbol de peras; ella tenía una cabellera como ninguna otra oruga había tenido: turquesa brillante. Y las puntas de sus pelitos eran de color dorado.
¡Qué belleza de oruga pensaban los gusanos de las peras y hasta las abejas que se acercaban!
Pero ella tenía una queja constante. Si
quiero ir de las hojas más tiernas y verdes de la copa del árbol hasta el
suelo, tardo mucho y se me va la vida en ello; nunca sé dónde quiero estar, si
arriba o abajo.
Entonces, un día una de esas abejas que tanto la
admiraba, le dijo que cómo podía conformarse con eso, cuando había todo un
campo de árboles frutales por probar...
Gabriela esa noche, mientras la luna la iluminaba
más que nunca y su hermosura podría haber sido la envidia de todos los
bichos... pensó que toda su vida había sido "estar en el medio", ni
muy arriba, ni muy abajo, para no cansarse con esto de los viajes, y que tal
vez, la abeja tenía razón. Pensó que esperaría a la abeja con el primer
rayo de sol para preguntarle a dónde tenía que ir para ver otros frutales...
pero ese día, su amiga la abeja, no volvió.
Esa tarde, una mariposa le dijo la mejor verdad que
alguien le hubiera dicho jamás.
- pronto
las distancias serán nada para ti; pero deberás confiar en ello, solo tienes
que esperar.
- Pero si
sigo esperando nunca llegaré a ningún lado - contestó Gabriela.
- Tienes
dos caminos, caminar hasta cansarte y posiblemente morir en el intento... o
CONFIAR, que pronto te saldrán alas, y
llegarás mucho más lejos que muchos.
Gabriela pensó mucho en la conversación con la
mariposa, pero tenía gran ilusión de conocer ya mismo esos riquísimos frutales
que estaban allí nomás, según había dicho la abeja. En esto de pensar, se
quedó toda una tarde, y mientras pensaba y pensaba, comenzó a cubrirse de un
abriguito suave que la envolvió. Sintió calor de atardecer, eso le gustó... y
se durmió.
Gabriela no sabe cuánto durmió, pero durmió. Sólo
sabe, que cuando despertó, dos alas le
habían crecido al costado del cuerpo. Las movió fuerte, pensando que era
algo que no le pertenecía, para intentar quitárselas, pero mientras más las
agitaba, más se despegaba del tronco donde había dormido esa larga siesta...
Esa misma tarde Gabriela descubrió, que los otros
frutales estaban mucho más cerca de lo que alguna vez podría haber imaginado y
que a veces en las esperas... a uno pueden salirle alas.
Algunos cuentan que esta historia, ocurrió antes de la
primera noche de los tiempos, sin embargo hay quién asegura que fue mucho
después…
Kamayuq desde niño fue un astrónomo, buscando en el
cielo nocturno la perfecta constelación de la serpiente, y en aquellas noches
todo podía ocurrir, ya que aún la luna no habitaba los cielos y solo había
diamantes sobre un fondo negro.
Él solía contar a los otros niños que querían
escucharlo, que llegaría un día en que la serpiente Amarú Kuntur bajaría del
cielo a la tierra y que cualquier cosa podría pasar en el corazón de los seres
que allí vivieran.
Y así fue.
En la tercera noche, del cuarto tiempo de invierno,
Kamayuq salió a caminar por el cielo, estaba tan abstraído por las intensidades
de cada estrella, que no percibió al andar que una muy pequeña, casi naciente,
se le enredó en las tiras de su sandalia… caminó el astrónomo anotando
distancias, brillos y aconteceres, hasta que de puntillas decidió regresar al
suelo que siempre lo esperaba con necesidad de ensueño.
No fue sino hasta el otro día, cuando su madre lo
despertó, que descubrió que su pie derecho pesaba más que lo de costumbre, así
que haciendo un gran esfuerzo, levantó su pierna y vio que del extremo de las
tiras de su sandalia, colgaba una diminuta estrella. Intentó tomarla entre sus
manos con suma delicadeza, pero descubrió que esa pequeñez brillante se
sujetaba con todas sus fuerzas de otra levemente más grande, y ésta de una
tercera, que se estrangulaba de una
cuarta y una quinta y una sexta.
Caminó Kamayuq hasta la escuela, con sus estrellas
siguiéndolo, hasta que atravesando el desierto salió a su encuentro Amarú la
serpiente.
-
¿Qué
llevas prendido a tu sombra? – preguntó Amarú al astrónomo
Él explicó lo ocurrido la noche anterior y que desde
entonces aquellas estrellas lo seguían. Amarú, que pocas veces reía a carcajadas,
soltó un estruendo que hizo que todas las estrellas que pendían de la sandalia
de Kamayuq se escondieran entre sus piernas.
Amarú fue clara; de alguna manera, aquel niño había permitido que la constelación de la serpiente bajara a la tierra, pero este desierto solo admitía una serpiente y si ese mismo día aquella constelación no volvía al cielo, ella se encargaría de apagarla. El motivo era simple, ella, como todas las serpientes, se alimentaba de secretos, y no había aún en la tierra suficientes secretos para ambas…
Dicen que los
tiempos han cambiado y que cada tanto la constelación de la serpiente Kuntur vuelve a la tierra,
porque los humanos modernos no hacen otra cosa que atesorar secretos.
PEDRO Y LAS PALABRAS
(español)
Cuentan que hubo
un tiempo en que en la comarca, la gente se fue alejando tanto, distanciando
entre sí y hasta enojándose, que olvidaron el significado de la palabra amar… y
un día la palabra desapareció de los libros y los diccionarios.
A medida que los
inviernos pasaban, la gente de aquellas tierras se iba volviendo más oscura,
melancólica, irritable, huraña y descortés. Ya no se escuchaban risas, ni la
mirada de nadie brillaba, hasta la comida dejó de tener sabor y el sol parecía
no calentar.
Una mañana
Pedro, preparando sus libros para ir a la escuela, encontró uno que había sido
de su abuelo y estuvo por siempre en aquel estante lleno de polvo. Preguntó a
su mamá, pero ella tampoco sabía de qué se trataba, y tanta curiosidad le dio,
que desde aquel día no lo soltó más. Las historias allí escritas eran
fantásticas, emotivas, llenas de imágenes bellas, pero una palabra aparecía
bastante seguido y Pedro no la conocía.
Preguntó a todos
en su familia y cuando terminó con ellos, preguntó en su escuela; al seguir sin
tener certezas fue a la biblioteca del pueblo y finalmente al mismo gobernador.
Nadie conocía
aquella palabra de cuatro letras.
Pero entonces la
abuela de Pedro recordó que muchos hablaban de la mujer del bosque que casi
nadie conocía, aunque solían decir que tenía las respuestas de todo.
Pedro y su
abuela, se miraron profundo a los ojos y juntaron en sus corazones toda la
valentía que tenían y de la mano se internaron en el espeso bosque que rodeaba
el pueblo; caminaron bastante, tanto como para que la mañana se convirtiera en
tarde y la abuela se cansara de andar. Una piedra generosa los invitó a
descansar y aquel paréntesis fue perfecto para que la mujer en cuestión, se les
acercara curiosa de su presencia.
Ella vio en las
manos de Pedro aquel libro que conocía muy bien y sin demorar lo que buscaban,
dijo que imaginaba qué palabra los habría llevado hasta allí.
AMOR. Algo tan
simple como una palabra, había hecho que nieto, abuela y mujer del bosque,
se encontraran para “recordar”… y la
respuesta fue tan sencilla como lo que buscaban.
La mujer recordó
que los hombres de antes, día con día habían dejado de pronunciar la palabra.
Durante todo ese tiempo ella se había puesto a tejer, esperando que un día
llegara alguien para ayudar en la tarea; había tejido nidos que hoy colgaban de
los árboles que rodeaban su casa, y allí el AMOR reinaba.
Pedro quiso
saber más.
-
¿Y si el amor es tan
importante, qué hacemos para recuperarlo?
La mujer
contestó con otra pregunta…
-
¿Estás dispuesto a tejer? Es
una pregunta esencial la que te hago, pues no es tarea solo de mujeres sembrar
amor. En este tiempo que amanece, cuesta abrir los ojos pues la noche ha sido
larga, pero al abrigo de un nido tibio, todo puede cambiar.
En el nido se ama, se cree, se crece, se vive…
Desde aquel
amanecer, Pedro escribió historias que hablaban del amor, y su abuela le enseñó
a tejer nidos que colgaron de cada árbol, de cada rama y de cada ventana… y un
día de esos que a veces no se recuerdan, en aquella comarca, todos amaron,
algunos tejieron y de tarde en tarde, alguien sintió estar enamorado.
Había una
vez una niña llamada Pippa, que amaba bailar y caminar descalza sobre el pasto
fresco mientras juntaba flores para regalar a todas las personas tristes o
serias que veía por la calle.
Su pequeña
casita, tenía magia en cada ambiente. Amaba su habitación lila con una ventana
naranja que daba al jardín lleno de margaritas, rosales y jazmines. En el
comedor dos sillones floreados y una mesita celeste con sus sillas verde
manzana, era el lugar donde ella se sentaba a desayunar todas las mañanas.
Pero su
cocina era el lugar que más le gustaba. Era de color rosa y naranja, y tenía
varios estantes con frascos donde
guardaba cosas ricas e hilos de colores, porque para Pippa, el mundo eran “sus
colores”.
A Pippa le
costaba recordar algunas palabras, por lo que se dio cuenta que imaginar esa
palabra en colores es mucho más fácil. Por ejemplo en el frasco de fresas hay
además hilos rojos, así que cada vez que las nombra simplemente dice “las rojas”.
En el de aceitunas, hay hilos verdes, así que las llama “las verdes”.
Pippa, va
cambiando las palabras comunes por colores.
A pesar de
todo su arcoíris, hay días que ella amanece triste o enojada, porque a veces,
todos nos enojamos. Esos días, suelta todos sus hilos sobre su mesita celeste,
y teje nidos para los pájaros… pues no les dije que además Pippa ama tejer. Y
cuando ya se siente mejor, sale a caminar por el pueblo y va colgando los nidos de árboles diferentes, para
que todos los pájaros, chiquitos, grandes y grandotes, tengan casitas nuevas, y
muchas ganas de cantar tibiecitos en sus nidos recién tejidos.
Había una
vez… una niña llamada Pippa, que llenó el pueblo de nidos rojos, azules,
rosados, naranjas y amarillos… muchos se llenaron de pájaros y en los que
quedaron vacíos, los vecinos pusieron palabras para agradecer el amor de Pippa.
Gracias…
amor… besos… mandarinas… abrazos… sonrisas… amarillo… margaritas… cariño… luna… sol… fiesta… canción.
Pippa de a
poco ha aprendido algunas de esas palabras, y hasta ha recordado que las
fresas, son fresas, porque entre todos le han enseñado que hay un tiempo para
todo, incluso, para aprender.
Había una vez
una Carmen.
La conocí en un
pueblo llamado Villa Berna, donde las sierras y el cielo, día con día, se
acarician y se enamoran.
Ella hila, teje,
amasa pan, hace pasteles y baila.
En la casa de su
mamá tiene muchas ovejas y cuando llega el tiempo correcto les cuenta un cuento
y una a una, “las desteje”; les quita sus abrigos pesados del invierno para que
en el verano puedan lucir sus trajes de baño y asolearse en la punta más alta
de los cerros.
Pero eso sí,
cuando las desteje, usa su rueca para hacer hebras como la seda, y así poder
tejerlas nuevamente cuando los fríos y la nieve vuelven a su montaña.
Hubo un año en
que el invierno llegó imprevistamente; estaban en pleno verano y al día
siguiente amaneció todo blanco y crujiente, con los arroyos escarchados y los
árboles congelados. Kimberly, la oveja más grande del rebaño, recibió las
quejas de todas y todos, se había formado una larga fila en la puerta de su establo
y uno a uno iban dejando su solicitud reclamando sus tejidos de invierno que
aún no les habían dado.
Cuando Kimberly
tuvo todos los formularios de quejas entre sus patas, fue sin prisa y sin pausa
hasta la puerta de la cocina, donde Carmen comenzaba a encender un fuego
reparador.
-
Niña Carmen, nosotras no somos
expertas en calendarios, ni calentamiento global, pero indudablemente algo pasó
con los humanos o a usted se le ha atrasado el reloj. ¿Tiene listos nuestros
tejidos de invierno?
Carmen asombrada
y confundida la observó sin saber qué contestar; mientras se disculpaba, hacía
cuentas en el aire, sobre cuántos abrigos debería terminar en el menor tiempo
posible, hasta que finalmente preguntó:
-
Dígame Kimberly… ¿Cuántas son
ustedes exactamente?
-
Ciento veintisiete, aunque no
puedo decirlo con precisión, pues la Margarita, la Ramona, la Celeste y la
Negrita están a punto a parir, así que yo le diría que tenga preparados unos
abriguitos infantiles también.
Esa misma mañana
Carmen llamó a todas las tejedoras de la comarca y más allá, juntaron hasta el
último ovillo de lana por más pequeño que fuera y se pusieron a tejer sin
descanso.
Aquel fue el
invierno más pintoresco, hasta vino la televisión a hacerles una nota, el
rebaño de Carmen, se había convertido en el más original. Había ovejas rayadas,
otras cuadrillé, algunas punto arroz y no faltaban las punto elástico… pero
nada de esto importaba, lo esencial era saber que cuando un grupo de tejedoras
se lo propone, el más duro invierno, se vuelve a convertir en verano.
Yo conozco a una
maga llamada Carmen, que cuando le da por aburrirse, se pone a hilar nubes que
año a año transforma en largas bufandas, ponchos o guantes... o "sueños de verano".
Camilo era un yacaré overo, que amaba echarse
al sol, y juntarse con sus amigos yacarés, dejando sus patas bien clavadas en la
playita del río.
Pero había algo que no le gustaba para nada:
nadar.
Eso era muy raro, ya que todos los yacarés y
sus primos los cocodrilos viven en el agua
y adoran nadar desde lo profundo hasta las orillas, en invierno, verano,
primavera u otoño. Sus amigos no podían
entenderlo y por más que le insistían, Camilo se daba una zambullida y salía
rapidito.
Una tarde mientras se rascaba el lomo contra
una piedra de la orilla, le dio un hambre de cocodrilo, o sea un hambre
voraz, y se imaginó comiendo unos ricos
cangrejitos asados, o unos cornalitos fritos con juguito de limón, que tanto
amaba. Pero de todas esas delicias, nada.
Se aguantó todo lo que pudo, hasta que
finalmente supo que no había otra salida, él mismo tendría que conseguirlos,
así que tomó aire, cerró sus ojos, dejando uno apenas abierto, para poder
mirar, y tapándose el hocico con su garra izquierda, se sumergió hasta lo más
profundo. Cuando estuvo en el fondo, y el agua tibia lo acarició, se acordó de
cuando era casi un bebé y su mamá lo llevaba a nadar al medio del río, le dio una inmensa alegría, y hasta ganas de
quedarse allí para siempre.
El hambre se le fue un poquito porque
consiguió unos cangrejos exquisitos, pero de salida, sus amigos lo invitaron a
un verdadero banquete, y todos juntos volvieron a la playa a comerse un rico asado
de caracoles, sapos, cangrejos y bagres… le pusieron bastante chimichurri, se
tomaron unos tereres, y se quedaron durmiendo la siesta, en un atardecer de
primavera, allá, en una barranca del ancho río Paraná.
Había una vez
una comarca donde todos los niños habían sido tejidos con hilos de sueños, de
nubes, de arcoíris, y cada vez que les dolía una muela, se la destejían y sus
mamás o sus abuelas, les tejían una nueva.
El pueblo tenía
árboles de ovillos de lana roja, otros de lana verde y había uno que daba hilos
de todos colores, entonces los abuelos,
se sentaban horas a conversar bajo sus copas, mientras hacían madejas
multicolor.
En aquel pueblo
un frío invierno llegó un nuevo niño, que había sido tejido por las kusi kusi
durante la primavera anterior. Cuando estuvo listo para llegar al paraje
de Villa Estambre, su mamá le tejió una
cuna y su papá un tambor, imaginando que aquel niño sería el mejor músico del
lugar, y lo nombraron, Dante.
Ese invierno
había ocurrido algo extraordinario, Carmen, la vecina tejedora de abrigos para
las ovejas del pueblo, se había retrasado en terminarlos y había convocado a
todas las tejedoras para ayudarla con los restos de lanas y estambres que les
hubieran sobrado del año anterior; por eso, aquel gélido invierno, las ovejas y
borreguitos, caminaban por los cerros con cuadrillé de rojos y negros, guardas
verdes y anaranjadas o rallados tricolor.
Terminando los
fríos de la estación Dante ya había crecido lo suficiente como para gatear
entre los borregos y aquerenciarse entre ellos a la hora de la siesta, para
soñar entre nubecitas de lana de todos los colores.
Cuando después
de varios inviernos, Dante aprendió a jugar entre ellos, quiso organizarlos por
colores, luego intentó hacerlos marchar a su corral, tocando el tambor que le
había regalado su papá y finalmente, pidió que llevaran su cama al establo para
cuidarlas bien de cerquita. Sus papás no estaban de acuerdo con su última
petición, pero con Dante no eran fáciles las discusiones, así que llegaron a un
acuerdo. Cada vez que naciera un nuevo borreguito, él podría estar presente y
lo dejarían usar una bufanda del color de la oveja en cuestión.
Así fue que los
cajones de Dante se llenaron de bufandas de cientos de colores, y aún se habla
en Villa Estambre, del niño que ama y convive con sus ovejas, que toca el
tambor para llamarlas a tomar la merienda, y que de vez en vez, se escapa de la
escuela, solo por el placer de tejerlas y destejerlas.
Había una vez,
un niño llamado Dante, que amaba a sus ovejas.
En el pueblo le decían la encantadora de
niños, y algo habría de haber, pues cada niña o niño que se le acercaba, se
alejaba de ella con una sonrisa y una palabra nueva.
Ella tenía infinidad de recursos. Llevaba
una bolsa tejida enorme llena de cosas imprescindibles: una pluma de avestruz,
que había sido su amigo; un frasquito con polvo de estrellas; una manzana roja
(sin veneno); un almanaque sin días lunes y millones de cuentos en una cajita
que solo tenía palabras engarzadas, pero que cada vez que la abría, rápidamente
se acomodaban para dar lugar a la más perfecta y mágica historia.
Algunos también le decían la cuentacuentos,
sin embargo aquella palabra parecía no contener todo lo que ella realmente era.
Una mañana fría de invierno, pero con un
sol espléndido, abrió todas las ventanas
para que el fresco y soleado día se colara por los ojos de su casita;
mientras lo hacía le pareció escuchar una voz pequeña que era como
un arrullo, una vieja canción de cuna. Se asomó y tratando de prestar atención
al origen de la canción, vio una niña de unos seis años acunando un trapo negro
y raído, que tal vez abrigara a una muñeca.
Fue tan hermosa la imagen y la amorosidad
de la canción que salió de la casa, para preguntarle quién era y a quién
cantaba, al ir acercándose observó que el trapo negro no envolvía nada, no
había muñeca, ni cachorrito que estuviera recibiendo la canción y el amor de la
pequeña, por lo cual su curiosidad fue aún mayor.
- - Buenos días hermosa, que linda
canción estás cantando… ¿a quién estás intentando hacer dormir?
La cantora de arrullos se dio vuelta
sorprendida, la observó con extrañeza y demorando en contestar, finalmente
dijo:
- - Al miedo… ¿no has visto que no
puede dormirse, que está despierto demasiado tiempo, metiéndose en las casas,
en las tiendas, en las escuelas?... yo creo que si logro dormirlo, la gente del
pueblo, volverá a sonreír. Pero es tan inquieto, que hasta los niños lo dejan
despierto bajo su cama o con la puerta entreabierta de su ropero.
La encantadora de niños, la cuentacuentos,
buscó en su bolsa tejida la cajita de las palabras e hilvanó unas cuantas
formando una manta abrigada y calentita del color de las flores de la
jacaranda, y se la dio a la niña recordándole que todo ser que se durmiera
entre aquellas suaves palabras, despertaría del mejor de los sueños, y no de
una pesadilla… “pues el miedo, niña mía, no es otra cosa que una eterna
pesadilla”, dijo la mujer mientras
prendía con un pasador, algunas palabras de regalo: “colorín colorado, este
cuento ha terminado”.
Anacleta había nacido en una familia de
cantantes, si, como escuchan, a pesar de ser una ballena franca del sur, toda
su familia, mamá, papá, abuelos y primos, eran cantantes, pero Anacleta no.
Su tía Eulalia era la voz más extraordinaria
de todas, su canto suave y delicado, llegaba desde Puerto Madryn a Río Gallegos…
el agua de mar era maravillosa para transmitir su cantar.
Anacleta desde que nació había escuchado
aquella historia, sobre todo porque la tía Eulalia había conocido al amor de su
vida, el tío Victoriano, que vivía en
Río Gallegos y desde allí la había escuchado.
Anacleta pensaba que nunca conocería al
amor de su vida, pues no podía cantar, hasta que un día descubrió que ella era
muy buena para hacer mimos y acariciar. Algunos
de sus primos la miraron sin entender cómo eso podía ser un don, hasta que uno
a uno fue recordando algún momento en que había recibido de ella, la mejor de
las compañías, de las caricias, y todo el amor que solo ella sabía dar.
Este cuento podría terminar aquí, sin
embargo, hay algo que todos deberían saber de Anacleta, ella, aprendió a
acariciar porque es una gran escuchadora… siiiiiiiiiiii, una es – cu – cha – do - ra, justo lo que
el mundo anda necesitando!! Y de tanto
escuchar, se dio cuenta que todos andaban buscando abrazos y encuentros.
Desde que conocí a Anacleta, yo también me
dedico a escuchar, y me he llenado de historias que a veces se me quedan en los
bolsillos, otras se me escapan por los ojos, y de vez en cuando se me van hasta
las manos para poder acariciar a todos los que necesiten el amor hecho cuento.
MARGARITA
(español)
Margarita
era una señora muy delicada, ella amaba el perfume de las flores, de la
vainilla, del pan recién salidito del horno y de los tilos en noviembre.
Andaba
todo el día con una escoba porque amaba barrer las hojas de otoño de la vereda,
las flores del jacarandá y las moras que caían de mil moreras entrado el
verano.
Tanto
andaba con su escoba, que muchos en el barrio se preguntaron si ella no sería
una bruja, e incluso algunos juraron verla volar.
Además
usaba sombrero.
Además tenía
ojos rasgados.
Además
andaba agachada… y encima comía los pétalos de las rosas y tejía todo lo que caía en sus agujas.
Un día su
vecina vivaracha que comía uvas con queso porque “sabían a beso”, le preguntó
si no le daba pena que el barrio entero le dijera bruja Margarita. Ella se rio casi tres horas
y media, y la invitó a pasar a su casa de mazapán. Le convidó un té de tilo con
torta de moras y un gato negro de bigotes rojos… ¡¡aaahh no, perdón!! Un gato rojo de bigotes negros, se quedó
junto a ellas para comerse las miguitas que se iban cayendo al piso.
El resto
del otoño, su vecina vivaracha, le ayudó a barrer la vereda, se tejió un
sombrero como el de Margarita, le empezaron a gustar las rosas y le salió una
verruga en la nariz.
Ahora en
el barrio, hay brujas en cada cuadra, porque dicen que el amor es contagioso. No
todas tienen gato, verruga o sombrero, pero escoba a ninguna le falta, ni
sonrisas, ni amor, ni ganas de juntarse en la plaza a contar cuentos de ellas
mismas; del tiempo en que eran lindas, altas, con alas y olían a pastelitos
recién horneados.
YURIANA
Y SU KIKU
(español)
Raka se había descubierto a sí misma al
cumplir Yuriana, sus once años. Se dio cuenta que era una parte muy importante
de aquel cuerpo. Lo supo porque a través de ella, durante unos días, Yuriana
sangró.
Yuriana, sin embargo había estado
conversando con su mamá y no se
sorprendió ni creyó estar enferma, supo que aquello era tan normal como el
sudor al hacer ejercicios, el broncearse por el sol del verano o las lágrimas
en los momentos de tristeza. Pero también supo, que aquel tiempo de “kiku”
ocurría en todas las niñas de su salón, solo que algunas tenían miedo o
vergüenza respecto a lo que sentían.
En su casa, en cambio, su mamá y su abuela,
hicieron una fiesta. Recibió de regalo un hermoso vestido de hilo rojo tejido,
y una corona de flores rojas, rosadas y blancas; hubo baile, su pastel
preferido, y cuentos y poemas que algunas amigas llevaron para el festejo.
Al día siguiente, al ir a la escuela,
descubrió que algo había cambiado.
Su tiempo de “kiku” o primera menstruación,
la había vuelto diferente a algunas amigas. Alguien le preguntó si aquello
dolía, otra pidió que no se hablara de lo que “le ocurría a Yuriana”, pero fue
su maestra la que les contó que todas las niñas, más tarde o más temprano
vivirían naturalmente su kiku, como Yuriana lo estaba viviendo.
Sayri, el mejor amigo de Yuriana, preguntó
qué era lo que le ocurría a las niñas… ¿a ellos, no les pasaba?
Algunos rieron por la pregunta, la maestra
solo explicó que los cuerpos de todos cambiarían; todos eran como semillas que
habían permanecido dormidas, ahora estaban despertando, ahora era el tiempo de
llegar a la tierra, y cuando eso ocurría, el paso de la luna a través de cada
día y cada noche, los iría haciendo cambiar. Algunos crecerían altos y
delgados, otros serían voluptuosos y redonditos, habría quién oliera a romero o
a manzanilla, quién daría frutos y los que no. Esas diferencias eran parte de
estar vivos, como cualquier otro ser sobre esta tierra.
Sayri volvió a preguntar: “¿yo no sangraré
como Yuriana?”.
No lo harás por el mismo lugar que ella,
tal vez sí lo hagas si te lastimas, pero lo que ocurre con Yuriana o con las
otras niñas no es una enfermedad ni una lastimadura, es algo perfecto que nos
ocurre a todas las mujeres, al sangrar una vez por mes por nuestra “raka”.
Ese día la maestra escribió varias palabras
en el pizarrón: “raka”, “ullu”, “achachila”, “llakipakuy”, “llankhay”, “muchay”
y “sunqu”. Pidió que cada uno eligiera una y escribiera un cuento o un poema
con la elegida… desde aquel día todos florecieron, ya no hubo dificultad con
las palabras, pues todas ellas, solo hablaban de la alegría y la belleza de
estar vivos.
Achachila
= milagro o maravilla
Kiku
= primera menstruación de la mujer
Llakipakuy
= suspirar
Llankhay
= tocar suavemente con la punta de los dedos
Muchay
= besar
Raka
= vagina:
Sunqu
= corazón:
Ullu
= pene:
Yuriana:
alborada o aurora
Sayri: Príncipe, el que siempre da ayuda a quien lo pide.
EL CUENTACUENTOS
(español)
Esa mañana en la escuela, había revuelo en
el aire, mariposas en los oídos. Había llegado un cuentacuentos a derramar
historias, cuentos, leyendas de tierras lejanas, de jóvenes tan diferentes e
iguales a ellos.
Aquel hombre de voz tan contundente como
delicada, de estatura mediana, de mirar sincero, había iniciado con la
leyenda de la “Flor del cacao”, en la
que una joven había quedado embarazada del Dios del cacao, esto, despertó en
todos la curiosidad y la picardía. Risas a escondidas, rubor en las mejillas,
pudor en los suspiros, era lo que inundaba la mañana.
Cuando el cuentacuentos se fue, dejando una
estela de corazones despiertos y encendidos, se supo… Luis había besado a Sofía
antes de entrar a la escuela. Todos hablaban de ello.
Carlos pensó si aquella era la señal o el
permiso para poder besar él también a su platónico amor. Sintió que todo su
cuerpo era un torrente de vida, al mismo tiempo temblaba de miedo y de alegría,
jamás hubiera podido poner un nombre exacto a lo que estaba viviendo.
Esperó.
Sonó el timbre que indicaba el final de la
jornada y todos sus compañeros y compañeras fueron saliendo del aula, solo
quedaban él y Mario; se acercó irradiando amor y pánico, lo miró profundo a los
ojos, Mario devolvió la mirada con un gesto de pregunta, como sin entender su
cercanía.
Después del beso, un dolor profundo y
punzante en su estómago, lo encontró en el suelo sin poder levantarse. Ojalá
esa hubiera sido la última golpiza que recibiera, pero ocurrieron muchas más…
la primera esa misma tarde, encabezada por el mejor amigo de Mario y todo su
grupo, y otras que llegaron en el transcurrir de su adolescencia.
Hoy Carlos es maestro y cuentacuentos,
habla, canta y enseña sobre el respeto, la bondad y el amor de la palabra y la
mirada. Hoy, las historias lo han reconstruido, lo alentaron a descubrir otros
pensares, otras creencias, y también a leer los silencios.
Hoy, Carlos ha recibido un nuevo alumno en
su clase y ha percibido que el pequeño ama los cuentos con singular pasión. Al
terminar el día, entre las risas de la salida, en la puerta de la escuela,
buscó con su mirada quienes serían los padres de aquel niño tan emocionado por
las historias.
Reconoció a la distancia su mirada, fue un
segundo imperceptible, en el que Mario y Carlos volvieron a encontrarse, solo
que esta vez, había indulgencia y calma en los corazones. La calma y la
comprensión que solo llegan cuando la compasión anida en un corazón humano.
LA CAJITA MÁGICA
(español)
Eva era una mamá
joven de tres niñas hermosas que eran su cielo, su mar, su jardín.
Se había casado
con su primer novio, a quién había conocido en la escuela y de ellos nacieron,
Azul, que ya tenía 13 años; Ambar de 10 y Alicia de 6, que definitivamente
vivía en el país de las maravillas… su corazón.
Por aquellos
días las cuatro mujeres vivían solas en un departamento pequeño, donde con
mucho amor se habían acomodado, aunque había días en los que no se soportaban.
Azul, Ámbar y
Alicia dormían en el mismo cuarto, por lo que generalmente reclamaban su
independencia, refunfuñando cuando alguna escuchaba la música fuerte, o cuando
no había música, o por el único motivo de ser tres mujeres en etapas muy
diferentes de sus vidas.
Según toda la
familia, Azul ya era una señorita y eso le daba la característica de no
soportar a sus hermanas; Ámbar estaba a punto de serlo, aunque jugara al futbol
con sus amigos y trepara a los árboles hasta lo más alto de sus posibilidades…
y Alicia, vivía entre unicornios, varitas mágicas, flores e hilos dorados.
Esa tarde Azul
había regresado de la escuela con Alejandro, su mejor amigo. Se encerraron en
el cuarto a estudiar, pusieron música y nadie podía molestarlos, ya sabían sus
hermanas cómo se ponía Azul cuando alguien la molestaba. Sin embargo, Ámbar, no
tenía ningún problema en hacerlo, por lo que entró a su habitación sin mediar
aviso y encontró a su hermana besando a Alejandro.
Qué asco, pensó!!
Y salió dando un portazo.
Esa noche, en la
cena, hubo enojos, silencio, lágrimas y regaños, pero Alicia había traído a la
mesa un pequeño cofre con papelitos pequeños y sus lápices de colores, y
explicó…
“¿hacemos un
juego? para que no nos duela el estómago, la cabeza o el corazón, escribamos
con el color que más nos guste, el mensaje que queremos darnos, luego lo
guardamos en esta cajita mágica con unas flores que junté del jardín y un
poquito de polvo de estrellas, que conseguí hace unas noches, y verán cómo
mañana todo habrá pasado”.
Nunca sabremos
si fue la cajita mágica de Alicia o que todas, incluso la mamá, estaban
creciendo, pero desde aquel día no hizo falta cerrar la puerta para dar un
beso, o enojarse por escuchar música. Hubo quien quiso seguir trepando a los
árboles, quién continuó cosechando polvo de estrellas y una mamá que supo que
podía volver a enamorarse.
RICARDO Y JULIA
(español)
Julia y Ricardo
se habían quedado solos en la casa al cumplir ella sus catorce años, después de
la muerte de Ángela, su mamá.
Ricardo hacía lo
que podía como papá de una hija mujer a la que casi no conocía y que había
descubierto en ese dolor de la ausencia.
Julia, se
refugiaba en su cuarto horas enteras; cuando volvía de la escuela, entraba en
su mundo y no salía hasta la hora de la cena, incluso había días en que ni
“eso” la motivaba a convivir con su padre. Él había aprendido que en las
compras del fin de semana, debía recordar preguntarle si necesitaba shampoo, o
toallitas femeninas o calzones nuevos. Ella con pudor, le escribía un papelito
con lo necesario para no tener que mencionar sus necesidades.
Faltando diez
días para cumplir sus quince años, Julia comenzó a sentirse mal, creyó haber
enfermado. Solo quería dormir, se levantaba con dolor de cabeza y a veces corría
al baño a vomitar. Ricardo, su papá, se dio cuenta de aquello dos o tres días
después, cuando tuvo que insistirle para que se levantara y no llegar tarde a
la escuela.
Todo ocurrió en
un tiempo vertiginoso, donde los silencios poblaban las preguntas, donde el
enojo y la incomprensión alejaban los corazones. Ninguno de los dos entendía lo
que había ocurrido o “cómo” había ocurrido.
Julia estaba
embarazada.
Como el amor
estaba presente, lograron habitar el silencio, llenarlo de los espacios
necesarios para las miradas nuevas, de abrazos lo suficientemente temporales
como para saberse amados, de las palabras precisas que nombraran cada uno de
los sentimientos que los atravesaban. No fue fácil. Ambos creyeron que no
podrían con ello… pero se pudo.
Hay cicatrices
que duran más de lo que han dolido, sin embargo, la caricia del entender y del
amar, las convierten en el mapa que nuestros cuerpos llevarán a medida que
crecemos. Nadie posee un cuerpo libre de dibujos, todos tuvimos y tendremos
flores, espinas, estrellas y fuego en la piel, como señal de que elegimos, que
aprendimos, que tropezamos, que amamos y
fuimos amados.
LIGIA Y SU MORADA
(español)
Debes confiar en
tu propia morada. Es dulce, luminosa y
profunda como el océano.
Ligia era tan
bella como fiel. Había aprendido que el cuerpo era un templo en el que pocos,
nadie, entraban, ni siquiera se acercaban, y entonces se había ido
fortaleciendo como un gran castillo, haciéndose grande y amurallándose.
Su mamá había
conocido el asedio en su niñez, en su propio hogar, por eso a Ligia, había
sabido custodiarla.
Ella no era como
las otras niñas de su edad, aunque ninguna niña era igual a otra. Sus amigas,
eran altas o bajas, rubias o morenas, cada una tenía algo que la hacía
particular y Ligia sentía que no había algo en ella que la distinguiera.
Pasaron algunos
años hasta que descubrió que lo que la honraba estaba en un lugar de esa morada
que no era visitable, más sí visible: su alma.
El día que
descubrió el hallazgo de ese sitio, pudo ver el alma de los demás, y entonces
entendió que su amiga Clara, que había caminado mal desde su nacimiento, tenía
el don de su voz de terciopelo; o Miguel con su piel oscura, era el mejor
escribiendo poesía; y ni que hablar de Magdalena, que le llevaba una cabeza a
todos en el salón y tenía el corazón más noble que hubiera visto jamás.
Hubiera podido
seguir con aquella deliberación, con todos los niños de la escuela, pero
entonces lo entendió, solo una cosa hacía la verdadera diferencia… los que tenían miedo o vergüenza y los que no, y
entonces… ¿dónde había comenzado aquello?
La respuesta era
tan fácil, que no siempre podía verla… en el AMOR con que cada uno se había
descubierto a sí mismo.
Clara, Miguel,
Magdalena o Ligia, eran mucho más que su caminar, que su altura, su tamaño o su
piel, eran aquello que residía en ese rincón perfecto de ellos mismos, eran, el
silencio de sus miradas hablando, cuando ofrecían su color y su morada.
SOY LA VAGINA
(español)
Sí, soy la VAGINA.
Estoy en un
lugar perfecto de tu cuerpo. A veces me pregunto por qué las personas nombran
al brazo, brazo; a la pierna, pierna; a la nariz, nariz… y a mí me inventan
tantos nombres que no reconozco.
Rara vez sé
cuándo hablan de mí.
Estoy entre las
piernas de todas las mujeres, para ayudarlas a ser, a disfrutar, a crear. Soy el camino por donde nace la vida, soy el
canal por el que fluirá la sangre que te dio vida. Quisiera que supieras de mí,
de la tibieza que me habita, de la oscuridad y el silencio que allí existen.
No temas
nombrarme, no temas lo que en mí ocurre, no temas…
No hay flores en
mí, aunque sí las hay, no hay abejas, aunque sí las hay, no soy el coquito, o
la cueva, ni la chuchita, ni la pucha, ni la panocha, ni la chichi. Me llamo
vagina.
Tenemos el
derecho, mujer hermosa que despiertas, a nombrarnos, así como tú has sido
nombrada al nacer, como Luisa, Rebeca, Xochitl, María o Ana… de igual manera yo
he nacido contigo y me llamo vagina; porque tengo el derecho bien ganado de ser
uno de tus centros.
Si aún no lo
sabes, pronto lo comprenderás. Es hora que nos conozcamos.
(español)
Hay niñas o
niños que al momento de nacer, les encargamos una tarea, les llenamos las manos
y el corazón de pedidos, expectativas y esperas.
Ada sin “H”,
llegó a esta tierra con un morral lleno de nubes, margaritas, mariposas y
tréboles de cuatro hojas; sin embargo, en la sala de parto, al recibirla, el
doctor tomó aquel morral dejándolo en la repisa del olvido, y entregó a la
pequeña Ada sin “H” a los brazos de su mamá.
Desde aquel día,
hubo en su vida, muchas esperas… se esperaba que fuera fuerte, buena y
diligente; la esperaban perfecta, alta y pequeña, y a la vez hombre, mujer,
caballero y princesa.
Ada sin “H” iba
creciendo, sintiendo que le faltaba algo.
Una noche soñó
que una maga le regalaba una bolsa de colores, llena de magia, lápices, arco
iris, sogas para trepar a los árboles y talismanes; al despertar vio que sus
manos estaban vacías y se preguntó dónde habría quedado aquel regalo perfecto. En
ese instante, algo la distrajo y olvidó su sueño, su bolsa de colores, los
talismanes y los arco iris; su mamá la peinó con un lazo firme que ataba su
pelo rebelde, la vistió de Ada sin “H” y la llevó al colegio.
Al entrar al
salón, se encontró con su amiga Clara, quién tenía un regalo oportuno para sus
olvidos y sus manos que esperaban. Era un sobre rojo y en su interior una carta
de “mejores amigas”, esa que tal vez, todos alguna vez recibimos. La carta
comenzaba: “Querida Hada, te quiero por ser mi mejor amiga, la niña más linda
del salón y la que siempre me recuerda, que soy mucho más, que lo que creo
soy…”
Ada no reparó en
la “H” que acababa de adquirir su existencia, pero supo claramente…claramente,
clara, que a veces llevamos mochilas con
muchas cosas que no nos pertenecen, ni sabemos qué hacer con ellas, y otras
olvidamos en un estante de cualquier hospital, nuestro morral de tesoros. Esos
siempre serán nuestros, esos no pesan, se vuelven alas en lugar de cadenas.
Aquella mañana
aprendió algo nuevo de su amiga, a quién hoy casi no recuerda, debía detenerse,
observar, degustar; pasaron algunos años de aquella infancia buena y un día
amaneció con su cabello revuelto, con las letras de su nombre multiplicadas y
con sus manos llenas de ganas, se subió a sus pies de hada y fue en busca de su
tesoro de colores nuevos… y lo encontró, por supuesto que lo encontró y se
encontró en un morral de un estante, entre muchos grandiosos desconocidos, tan
parecidos a ella.
LA MAESTRA DE HISTORIA
(español)
La maestra de historia entró al aula, dejó sobre el escritorio sus libros, una pequeñísima caja de madera y un reloj de arena.
Nos saludó a todos, como acostumbraba, con un gesto que no le había conocido hasta ese día, un gesto que treinta años después, comprendí.
Tomó una tiza, dibujó una especie de torre o pirámide en el pizarrón y dijo que nos contaría un cuento, nuestro propio cuento. No necesité mirar a mis compañeros, para descubrir que sus caras de asombro, eran iguales a la mía, y comenzó…
Había una vez, un edificio gigante, que la gente había comenzado a llamar, templo; allí llegaban los que querían saber lo que no se conocía. El templo, tenía siete pisos escalonados de menor a mayor. Gerardo, que solía poner todo en duda, levantó su mano e interrumpió:
- Disculpe profesora, ¿no será de mayor a menor? Nunca he visto un edificio que su piso más bajo, sea más pequeño que el superior…
Ella continuó… el templo tenía siete pisos escalonados de menor a mayor; algunos que intentaban subir al último piso, se caían, y la mayoría ni lo intentaba.
Pero entonces un niño, tomó distancia, se paró a unos cuantos metros de él y torció su cabeza, como queriendo verlo al revés, luego se puso de cabeza, haciendo una pirueta sobre sus brazos y manteniendo el equilibrio, todo lo que le fue posible. Finalmente se volvió a parar sobre sus pies, tomó un lápiz y un pedazo de papel que tenía en su bolsillo y dibujó.
- ¿Qué dibujó? – volvió a interrumpir Gerardo.
La profesora sonrió y siguió con la historia, explicó que el niño había intentado ver lo que no entendía desde otro punto de vista, y que desde aquel día en el pueblo cercano al gran templo, muchos vieron en él, lo que no habían visto hasta ahora.
Y entonces nos preguntó:
- ¿Qué ven ustedes en el pizarrón?
Hubo un primer instante de silencio y luego Gerardo volvió al ruedo, dijo que parecía una pirámide al revés; Nelly comentó que un edificio muy extraño, yo me animé a opinar que me costaba ver un edificio, y uno a uno fuimos sugiriendo cosas muy parecidas.
Antes de terminar la clase, Gerardo preguntó qué había dejado sobre su escritorio y “ella” volvió a sonreír.
- Gracias Gerardo, por intentar estar de cabeza. A veces solo vemos lo que nos muestran y no nos animamos a mirar de otra forma o para otro lado. La vida es todo, lo que se tropieza con nosotros, lo que evitamos ver, lo que amamos y lo que olvidamos. Para aprender historia, tendrán que empezar por conocerse a ustedes mismos… habrá imágenes que los distraigan, relojes de arena que los apuren, libros que les ayuden; pero muy de vez en cuando, aparecerán pequeñas cajitas que les mostrarán de qué se trata todo el cuento. Ellas serán las que los inviten a despertar su curiosidad, las que los refugien cuando sientan miedo, y las que guardarán un pequeño papelito doblado siete veces, con el secreto que pretenderán esconder de sus propias vidas. Para eso existimos los profesores de historia, para buscar cajas, para abrirlas, para develar secretos y dar vuelta los relojes del tiempo.
FIDEL EL JARDINERO
(español)
Fidel era el
jardinero del pueblo.
Él había
colaborado en el nacimiento de Rosas, Margaritas, Azucenas, pero también de
Repollos, Jacintos y Narcisos.
Cuando alguna de
las vecinas tenía problema con la tierra, con el riego o hasta con la alegría,
ahí llegaba Fidel a poner templanza y fortaleza; “es que hacer nacer las cosas,
no es tarea de aventureros”… solía comentar.
Él tenía “mano
verde”, como dicen las abuelas y las tías, y sobre todo consecuencia en esto de
escuchar la vida que crece. Una noche de luna nueva, ocurrió algo que nadie
hubiera imaginado, a todas las vecinas al mismo tiempo, les brotaron sus
retoños, pimpollos e incluso los trasplantes que todos daban por infructuosos.
El teléfono de
Fidel comenzó a sonar sin parar, de hecho, mientras él hablaba, el teléfono
seguía sonando.
-
¡Necesitamos la presencia de
Fidel! – decía un coro de maridos ansiosos y abrumados por los jardines de sus
esposas.
Fidel como solía
hacer ante “las lunas nuevas”, se sentó en su propio jardín a hablar con sus
albahacas, perejiles y calabazas. Todas hablaron con palabras sensatas y plenas
de amor, era tan simple la tarea…
“r e s p i r a , r e s p i r a , r e s p i r a”, y luego… respira.
Como aquel
jardinero era hombre de principios, respiró, respiró y respiró.
Todo fue
perfecto, llegó a tiempo a todos los nacimientos, porque decía mi abuela, que
nadie llega ni un minuto antes, ni uno después; por eso cuando la luna volvió a
crecer, ya se podían oler mañanas plenas de Azucenas, atardeceres dulces de
Azahares y noches profundas de Narcisos.
Si tú eres
jardinero… respira, respira, respira, y confía en el poder de la luna, sobre
todo si te llamas Fidel.
Definir a Amanda
no era una tarea sencilla. Algunos días se despertaba inquieta y movediza, y toda la familia le vaticinaba un rotundo
éxito como bailarina o gimnasta; pero había días en que la serenidad y la
templanza hacían de ella un perfecto Ángel, y entonces se perfilaba como
maestra o escritora. Si hubiéramos escrito un cuento con cada una de sus probabilidades, Amanda sería la mejor historia del mundo.
Un día se llamó
a silencio y ya ninguno de los allegados podía vaticinar nada. Llamaban por
teléfono queriendo conocer algún cambio, sin embargo no había nada que
reportar.
Promediando ese
tiempo de silencio quietud, tuve un
sueño. Yo estaba en mi cama a punto de dormirme, como realmente lo había estado hacía unos
instantes, y ella se me acercaba, así,
como siempre la había visto, con su piel
blanca rosada, sus piernas rollizas, su cabello revuelto y su sonrisa
permanente.
Me hablo con
tanta belleza y claridad, que no tuve
opción para el enojo o el rechazo... venía a despedirse, me hablaba suavemente
mientras acariciaba mi mano que colgaba del borde de la cama. Me dijo lo
esencial, que me amaba y que lo
compartido había sido perfecto.
Cuando desperté
sentí la tibieza en mi mano que su caricia había dejado y me estremecí.
Como suele
ocurrir con los sueños, brinque de la
cama y casi no podía recordar lo soñado; baje a preparar el desayuno, me estire para llegar al estante de la
granola y sentí una fuerte puntada en mi vientre.
Todo el sueño
pasó ante mí ojos, recordé sus palabras y su mirada, la despedida y el amor...
y supe claramente que ella se había ido.
Hay hijos que
llegan así, sin llegar, aunque sus presencias hayan sido sin salir jamás de
nosotras mismas. En cambio, hay otros hijos que se van yendo de a poco, y los
que aferramos al ruedo de nuestra falda.
Amanda estuvo
con nosotros solo 157 días, el tiempo
exacto para comprender de qué se trata el amor.
Recuerdo
que cuando era chica me llamaban la atención los animales que tenían alas y no
podían volar… como las gallinas. Hasta que entendí que las alas tienen
distintos usos.
Las
gallinas por ejemplo, las usan para cobijar a sus pollos. Y esa es una gran utilidad, mantenerlos
calentitos en el hueco del ala.
Ya más
grande, me dediqué a observar dónde nos salían las alas a los humanos; esta era
una tarea un poco más difícil. Pude darme cuenta que algunos y algunas tienen
las alas como las gallinas, que les permiten hacer voladitas cortas como
saltos, y a eso no se le podría decir volar, pero son excelentes cobijadoras y
cobijadores.
Hay otros
que tienen alas en las sienes, al costadito de la cabeza, para que las ideas
los eleven y viajen a lugares donde nunca sus pies han estado.
Después
estamos los que tenemos alas en los pies, esos sí somos andadores, volamos de
lugar en lugar, conociendo cómo sonríen en otros sitios del mundo.
Pero hoy,
me encontré con alguien que tenía alas donde nunca me hubiera imaginado…
en la boca. Sí, aunque no lo crean, o
acaso ¿vieron alguna vez bocas con alas?
Pareciera
que no están allí, pero bastan algunos silencios, unas cuantas historias, unas
muchas ganas de aquerenciarse y a las bocas de estos seres, les aparecen
alas. Hasta he percibido que esas son
multicolor, me tomé el tiempo de observar lo que provocan, pues no es lo mismo
que elevarse del suelo o surcar las nubes… ¿o sí?
Los seres
que tienen alas en la boca, tienen su corazón templado, no son vehementes, ni
arrebatados, más bien disfrutan el escuchar, el sentir, lo diferente, lo bello,
lo impermanente; los seres que tienen alas en la boca, se los conoce como cuentacuentos.
Busca uno en tu camino, pues cada ser humano, tiene uno cerca, no dejes de
encontrar al tuyo, porque en su infinita bondad, te regalará alguna de sus
plumas, y si te dejas, tal vez a ti también, te salgan alas en la boca.
EL BANQUITO DE MAMITA
(español)
Desde que
tuvo uso de razón, Mamita se sentaba en un banquito a ver la vida.
Ella decía
a quién quisiera escucharla, que todo se veía distinto desde allí, porque su
banquito tenía la altura exacta para que sus ojos apreciaran lo que ocurría en
los arribas y en los abajos, permitiéndole además que su corazón escuchara lo
que estaba en medio. A pocos les interesaba eso, ya que los bajos creen que lo
que anda por el suelo es la única verdad y los altos sienten que el cielo es el
lugar perfecto para apreciar el mundo.
Mamita sin
embargo había aprendido que la vida andaba por los medios, los abajos y los
arribas.
Los días
que se sentaba a ver sólo los abajos, descubría el andar sigiloso de las
lombrices y los gusanos; los días de tormenta, amaba sacar su banquito a la
puerta y debajo del alero sentarse a mirar el cielo con sus manojos de nubes
grises y sus relámpagos brillantes… pero los días que miraba el medio, veía las
cinturas de los caminantes. Sus andares tenían el ritmo único de la tambora y
de sus corazones.
Mamita
cuenta historias que ha observado desde el banquito, y asi ha descubierto que
el mejor lugar del Universo… son los adentros.
Rosalía nació cinco años después, y luego
llegaron los gemelos, Roberto, y muy finalmente, Lucía, cuando ya nadie
esperaba nada.
Nada de nada.
A medida que pasaban los años, los grandes
empezaron a irse, pero parecía que Lucía había nacido para quedarse allí, con
sus padres, con la casa. Ella era diferente; rara, decían los vecinos.
Cuando avanzaba el otoño, la casa tenía
días de limón y otros de azahares y naranjas; hasta el rincón más extraviado de
aquellas paredes olía deliciosamente a ternura de tarde de domingo con café y pastel
de naranjas.
Si no hubiera sido por Lucía, tal vez sus
padres se hubieran ido antes, pero un día, también se fueron.
Poco a poco la casa dejó de oler a ternura
de domingo, los postigos siempre cerrados y el umbral de mármol se fue
oscureciendo, llenando de hojas secas, que a veces permanecían por semanas en
el mismo sitio.
Un día Lucía se fue al mercado, y un
hilito de la casa se le enredó en su dedo meñique. Dicen los que por allí
pasaron, que la casa se fue destejiendo tras ella, como siguiéndola, como
amándola.
Hoy, allí, existe un gran terreno baldío,
y hay quién jura que en ese sitio nunca
hubo nada, mientras otros aseguran seguir oliendo a naranja, azahares y
limones; claro que son aquellos que casualmente “tejen”.
Yo he elegido la versión que habla de una
Lucía que anda destejiendo casas, para volver a tejerlas, donde encuentre un
buen horizonte, con suelos pródigos para tejer raíces, sueños, pasteles y
colores nuevos.
Lucía y su casa estaban a pocos kilómetros
de la frontera Siria-Turquía; vivía en la ciudad de Alepo. El 14 de marzo de
2011 salió al mercado y nunca pudo regresar a su casa, llevaba una pequeña
bolsa para poner las verduras que necesitaba y unas pocas monedas, pues no
haría una compra muy grande. Tenía un vestido café, su cabeza cubierta y una
pequeña tristeza.
Al dar vuelta en la esquina, un estruendo
golpeó su cuerpo y su alma… ella cree que su alma quedó allí, nunca se fue de
Siria; su cuerpo pudo levantarse, no podía escuchar nada, estaba aturdida pero
intentó caminar algunas cuadras, pensó volver a su casa sin embargo una fuerza
inexplicable la hizo alejarse de su barrio, de su ciudad, y caminó hasta
reconocer que el paisaje había cambiado y había llegado la noche.
Lucía hoy vive en Antioquía, Turquía, su
único anhelo es volver a Siria, poder destejer su casa que se le ha quedado
ovillada en su mano derecha, volver a plantar el naranjo de su patio y
recuperar su alma que quedó tirada en la esquina de su casa.
Cuando Asaf recibió su regalo de cumpleaños
número seis, supo que su papá lo había escuchado. Era un paquete largo y
delgado, envuelto en un paño azul con un cinto en su extremo, que sin dudar
desató y como si hubiera sido una funda destellante, emergió de su interior “la
espada”.
Siempre había querido una, después de haber
escuchado a su abuelo contar la historia del Rey Arturo, Merlín y aquella
espada en la piedra. Asaf creía que este mundo necesitaba espadas como esa y
quién las usara con la misma valentía.
El padre de Asaf, era herrero, aunque amaba
la madera… callado, sombrío, corto en los afectos y con su entrecejo siempre
fruncido, sin embargo, con su mejor madera, que solo utilizaba para las cosas
verdaderamente importantes, había tallado la espada que hoy haría justicia en
las manos de un valiente caballero.
Así que cuando el cumpleaños terminó, él
mismo hizo su lista de “situaciones” que podían requerir de su espada; se dio cuenta que eran muchas:
acabar con las serpientes del desierto, o defender a una princesa hindu y
casarse con ella.
Asaf fue creciendo y cada vez veía menos a su
padre y las pocas veces que llegaba a casa antes del sueño, solo se escuchaban
gritos y enojos con mamá. Él se dormía mirando su espada e imaginando todo lo
que podría defender con ella… pero recordó que las espadas obedecen a quienes
las han fabricado.
Una noche, antes de su cumpleaños número
diez, los gritos fueron muy fuertes hasta que imprevistamente se detuvieron y
el silencio se hizo pesado y llenó cada ambiente de la casa. Asaf, se levantó, tomó su espada y bajó sigilosamente la escalera con sus pies
descalzos. Su mamá dormía extrañamente en el suelo y su papá se sostenía la
cara con ambas manos, parado a dos metros de ella. Asaf se paró junto a su
mamá, velando su sueño, y dibujó en el suelo una raya con su espada, que
dividía la vida en buenos y malos, su papá quedó del otro lado y él supo que
las espadas no siempre eran para matar, la de él servía además, para hablar
claro y preguntar a quién se animara a responder…
¿De qué lado de la vida, se quería estar?
Sin perderle pisada o arrastrada, le sugirieron que no se acercara al árbol de los magos, cosa que la serpiente con un largo bostezo dio por entendido que no haría.
(español)
El pueblo maki
es tan bello y perfecto que en casi todos los atardeceres el sol no quiere
ocultarse, para quedarse viéndolos un rato más. En esa pequeña aldea de muñecas
tejidas, todos tienen la piel más suave que podría encontrarse, ésa que se
inicia en el extremo de un ovillo de lana de vicuñita.
Para eso, las
makis hilanderas o kusi kusi, (mujer araña), se reúnen al finalizar el tiempo
de carnaval; ellas ingresan a la cueva
de la vida, donde celebran el tiempo del
Pitakuy (tiempo de “tejerse”), un momento maravilloso en el que se encuentran
con el sabio del lugar, para elegir las lanas que cobijarán a las makis bebes
que nacerán ese año. Eligen el color y
la tensión del tejido que definirán la bondad y dulzura de cada pequeño bebé,
y según el brillo de la luna durante los
nacimientos, sabrán sobre el latido de sus corazones o la alegría de su
mirada.
Las kusi kusi
tejen en telares hechos de maderas del manzano dorado del bosque, por eso los
que las vieron tejer, saben que por las noches esos telares brillan de verdad y
huelen a manzana. Pero el mayor secreto, no se los puedo contar aún...
Sólo si se animan a aprender a tejer en un telar,
todo puede pasar.
Dicen los que
aprendieron aquellas artes que si las manos se entrelazan con las lanas de un
telar y desaparecen entre los colores, un niño maki nacerá al calor de tus
palmas y que esa magia será la caricia perfecta que jamás te abandonará.
Hacer nacer un
niño o una niña, es haber colaborado con la belleza para que este mundo sea un
poco más inocente, sensato, amoroso y esencial… como realmente es, solo que a
veces, lo olvidamos y las kusi kusi tienen que volver a hilar para tejer más
niños de estambre.
LAS TEJEDORAS
(español)
Cuando Alicia tenía cinco años comenzó a
preguntarle a cuánta abuela, tía y mejor amiga que se le acercara ¿quién
construía las cosas?
Generalmente recibía como respuesta, otra
pregunta.
-
¿Qué cosas? Pues no es lo mismo
una cuchara que un zapato.
-
¿Las cosas o las casas?
-
¿Las cosas lindas o las cosas
feas?
-
¿A qué te refieres?
Pero respuestas, nada…
Una tarde acompañó a su tía abuela Leonor a
su clase de tejido y le gustó muchísimo que muchas señoras grandes y no tanto,
se reunieran a tejer, contar historias y comer galletitas de limón. Por esos
días Leonor estaba intentando enseñarle a tejer a Alicia y al mismo tiempo
terminando un tapadito para su prima, pues el otoño ya estaba dejando paso al
invierno, y había que apurarse. Entonces
Alicia, pensó que ese era un buen lugar para intentar hacer su pregunta
nuevamente, sin duda, alguna de todas esas mujeres tendría la sabiduría de darle
una respuesta acertada.
Mientras Jeremías se comía las miguitas que
iban cayendo al suelo y las agujas hacían una canción con su repiqueteo, al ir
dando vida a bufandas, tapaditos, calcetines y sombreros, Alicia preguntó:
-
¿Alguien podría decirme, quién
construye las cosas?
Esta vez todo fue diferente. Algunas
tejedoras se miraron con una sonrisa pícara y otras se rieron abiertamente,
pero nadie contestó con una pregunta, hasta que Rosita Urdimales, la más joven,
pero más antigua del grupo, contestó:
-
Nosotras.
Los ojos de Alicia se volvieron dos soles
resplandecientes, y las palabras parecían acumularse en su garganta sin poder
salir, estaba tan feliz y sorprendida con aquella respuesta, que no podía
esperar el cuento que seguiría a aquel simple “nosotras”. Sin embargo, nadie
dijo nada más y siguieron las agujas fabricando cosas esenciales para que la
vida fuera: ponchos, estrellas, papalotes, semáforos, barcos, cucharones,
mariposas, gatos, árboles y margaritas.
Podría seguir enumerando, pero ese sería
otro cuento, el que habla de quién hace nacer a las tejedoras.
Había una vez un pueblo tan pequeño que no existía
en los mapas, pero sí en los corazones de los que alguna vez habían pasado por
allí. Y quiero ser precisa en lo que digo... “en los corazones de las personas
que habían pasado por allí”; no así en los de sus habitantes. Ellos, se hacían
trampas, formaban bandos en los que colocarse para tener cotidianamente una
lucha que pelear.
Un miércoles de enero a las once, llegó al pueblo, ella. Con una valija pequeña, llena de lo esencial, su recetario de
cocina, el de elixires, frascos con
todas sus especias y uno con besos de su abuela.
Recogió su pelo, lo escondió debajo del sombrero de
ala ancha y caminó hasta la siguiente colina donde se divisaba el blanco
palacio donde vivía la Reina madre.
La Reina la
recibió inmediatamente en el salón de los colibríes, donde cientos de ellos se
acercaban a beber agua dulce de la palma de su mano. Fue directo al punto, el
pueblo necesitaba su magia efectiva; habían dejado de creer, de sentir, y de
amar. Su majestad contó que lo que aquejaba a los habitantes era el “mal del
entrecejo”. El enfado, la irritación, la pereza y el juicio se habían
instalado entre la ceja izquierda y la derecha de todos los habitantes del
pueblo, provocando que ambas casi se juntaran en un gesto de disgusto
permanente.
Por eso ya no comprendían el milagro de oler el pan
tostado, el placer de cosechar ciruelas o cerezas, la curiosidad en buscar
hongos, el beso, la mirada, el susurro. Ella
se tomaría todo el día que restaba para pensar a la orilla del río, hasta que
tuvo una idea.
Regalaría a cada persona que reconociera con “el
mal del entrecejo”, una pequeña muñequita tejida que llevaba en su bolso,
diciéndoles…
-
Te regalo esta muñeca, si le cuentas tu historia y le pides lo que
desees, te regalará felicidad. Luego, deberás hacer lo mismo y regalarla a la
primera persona que te cruces.
Ella
convenció a todos para que recibieran la muñeca y le contaran su historia, para
desahogar su pena en aquellas pequeñas
muñecas de trapo. Poco a poco los entrecejos fueron mejorando, la ceja
izquierda y la derecha volvieron a sus respectivos lugares. Un día alguno de
ellos pudo por fin, pasar su muñeca a un otro pues ya podía sonreír.
Nadie en el pueblo supo que había padecido el “mal
del entrecejo”, porque nunca se habían mirado de verdad; pero una tarde de
septiembre cuando el sol volvió a encender los árboles la mujer sintió que la tarea estaba cumplida y ya debía irse.
Todos habían vuelto a creer en su propio brillo,
cada uno de ellos había colocado sus muñecas en las puertas de sus casas, que
ahora brillaban como el oro; ellas, se habían convertido en el reflejo de sus
bellos corazones, y ahora comprendían el significado de los tiempos de
templanza y serenidad.
LIZZETH
Lizzeth era
delgada y alta como una espiga. Tenía su piel del color del chocolate dulce, no
del amargo, y su mirada amarga, que una vez fue dulce.
La primera vez
que la vi danzar, lo hacía entre los autos, con un vasito en la mano, que
agitaba provocando una música de agua que la volvía más bailarina aún.
Imaginé la maravilla y el talento que regalaría en otros escenarios de majestuosas
ciudades, sin embargo, allí muchas veces las bailarinas como
Lizzeth solo brincan en el asfalto.
Cuando mi mirada
se detuvo en ella, dejé de escuchar bocinazos o el murmullo de los transeúntes,
y un vals acompañó sus pies ligeros y
sus brazos extendidos, su cuello largo y su cabeza en alto… grácil, etérea.
Su falda se
convirtió en el cuerpo de un cisne que se negaba a morir y solo necesitaba una
vuelta más, un salto, una acrobacia que la deslizara sobre un lago imaginario,
que deseaba verla flotar, así con sus alas juntas o desplegadas. Un demi plié
perfecto la ayudó a levantar aquella moneda de oro que escapó del
vasito-alcancía, y al hacerlo, con gracia y armonía se enderezó espléndida en
su andar de prima ballerina y aplaudí tan fuerte que los taxistas, los
acróbatas, los oficinistas y la señora del mandado se asustaron.
No podía dejar
de aplaudir y vitorear su talento, su magia: tanta fue mi alegría que todos
repararon en ella, vieron sus últimos movimientos y gozaron de su final
triunfante al extender su cuerpo como gacela y esquivar al camión recolector de
basura… ellos también se detuvieron, sus ojos se llenaron de lágrimas mientras
aplaudían su gran pas de deux mientras ella se sostenía del semáforo de la
esquina.
Mi corazón se
elevó por unos instantes en que perdí la noción de mi lugar en este mundo, no
era fácil identificar si todos los que habíamos degustado el espectáculo
salíamos de la Scala de Milán o era un mal sueño y rondábamos todos por las
calles fronterizas del abismo.
Lizzeth siguió
caminando con sus pies de bailarina por el mismo mal sueño fronterizo, sin
embargo, algunas noches, dormida entre cartones, se coloca sus zapatillas de
baile, su falda de raso y seda, sujeta su pelo en un rodete firme y escucha la
música más hermosa, que le regala el mar de su Haití amado, y baila para taxistas, camioneros o señoras
del mandado, los que saben sobre la verdadera magia de cisnes, bailarinas o
migrantes.
LA OVEJA GRIS
(español)
En el pueblo de
Villa Estambre todos se habían acostumbrado a ver ovejas de todos los colores;
desde aquel invierno que llegó sin avisar y las encontró a todas sin abrigo,
los borregos y las ovejas habían sido cubiertos con coquetos tejidos rosados
con lunares blancos, rallados en azul y amarillo o de guardas multicolor.
Pues un día
nació una oveja totalmente diferente, ella, nació gris.
Le pusieron
Isadora, porque habían escuchado la historia de una bailarina famosa; por esto
o por aquello, más allá de la bailarina, lo verdaderamente inquietante era su
color.
El pueblo esperó
que al llegar la primavera y destejerla Carmen, la tejedora de abrigos de
oveja, le haría uno muy bonito y llamativo como a todas las demás, pero al
esquilarla, sorpresivamente le iba naciendo lana nueva y gris. Nadie podía
entender aquél milagro o caótica diferencia. No había forma de quitarle su
lana.
Todo hubiera
quedado en un dato de color, de una oveja del montón, sin embargo había algo que Isadora no era, una oveja del montón.
Para los que
saben de ovejas, ella, era el montón.
Hubo inviernos
que defendió a las ralladas porque la lana que habían usado en ellas, era de la
peludita que da picazón; en algunos otoños
luchó porque los tejidos fueran del tamaño de cada una… habían achicado los talles y Hermelinda ya no
entraba en el tejido de dos inviernos atrás.
Podríamos decir
que era una luchadora de todo tipo de causas, pero siempre había alguien que
estaba en desacuerdo con sus reglas. Una tarde se cansó de no ser entendida y
se fue sin hacer ruido al otro lado de
la colina, pocos preguntaron por ella, pues la mayoría sentía que era un alivio
no tenerla exigiendo puntualidad en nada.
Aquí podría
terminar este cuento, pero como toda buena historia, siempre surge lo
inesperado.
Allí, del otro
lado de la colina, donde se había ido a vivir, existía un zoológico con todo
tipo de animales, por supuesto que ella no sabía lo que eran las rejas… y los
animales tampoco, solo estaban allí,
entendían que era lo normal. Noche a noche, cuando los guardias se iban,
ella se acercaba a las jaulas a contarles cuentos sobre sus hermanos libres que
corrían o reptaban por las praderas.
Noche a noche
los cuentos les recordaron la diferencia entre este y el otro lado de la reja,
hasta que entrada la primavera un elefante despertó y se dio cuenta que toda su fuerza era mayor que la
puerta de su jaula, lo mismo ocurrió con el rinoceronte, con el león y la
jirafa. Cuando todos estuvieron fuera, ayudaron a los más pequeños.
Y aquí otra vez
podría terminar este cuento, sin embargo, del otro lado de la colina llegó la
noticia, que una oveja cuentacuentos había liberado a los animales del
zoológico, y Kimberly, quiso ir a conocerla, Marta Susana la siguió y el rebaño
de las anaranjadas, también fue de la partida.
Hoy se cuenta de
este y del otro lado, que hay cuentos que abren rejas, ovejas grises que creen
en algo más que los lunares, las rallas o colores, y un mundo de seres diferentes que solo esperan
que los dejen ser.
Con el paso de
los años, Hermelinda, Kimberly y Marta
Susana, se dieron cuenta que había mañanas que Isadora amanecía rojo carmín, y
algunos atardeceres, morado claro. De un
día para el otro, nadie recordaba el gris, pues no había sido nunca una
cuestión de colores, más bien de miradas, y en el andar se comprende, más tarde
o más temprano, que eso solo se descubre al vivir.
A las tres de la
tarde, en la casa de la abuela, no volaba una mosca. Aun cuando nos enviaran a dormir la siesta,
como todos lo hacían, nosotras susurrábamos las decenas de travesuras que nos
llevarían a una penitencia segura.
Aquello ocurría
en la penumbra de la habitación de Leila y sus hermanas, cuando el cuarto se
convertía en la cueva ideal para encontrar las respuestas que los grandes no
querían darnos y nosotras, sabíamos que existían.
Todo empezó un 2
de enero de 1963.
Por la mañana
había llegado el cartero con toda la correspondencia y como la abuela había
salido hasta el almacén, Leila recibió las cartas. Hasta el día de hoy, ni ella
ni yo sabemos por qué de todas ellas, eligió aquel sobre de papel delgado, casi
transparente, escrito en tinta azul con caligrafía esmerada. Sin pensarlo, lo
guardó en el bolsillo de su falda y al regresar la abuela, le entregó todas,
menos esa. Por la tarde, la carta en
cuestión, fue nuestro juego.
Abrimos el sobre
sin reparar en su remitente, ni en la posibilidad de resguardarlo, para luego
volver la carta al mismo; sin conversarlo, habíamos decidido que nadie se
enteraría de su existencia. Sería nuestro secreto.
Un 2 de enero,
pero veinte años después, despedimos definitivamente a la abuela de Leila. Su
madre y sus tías, se tomaron unos días para limpiar su cuarto, y nos pidieron a
nosotras que las ayudáramos a juntar lo que se donaría a la iglesia, y qué
objetos o recuerdos, conservarían para ellas.
Debajo de la cama
apareció una caja de madera, íntegramente pintada con unas mariposas celestes y
azules. Leila la abrió y comentó que estaba llena de cartas que alguien le
había escrito a la abuela; unas atadas con un lazo celeste como las mariposas,
otras con un lazo dorado, unas pocas con uno rosa, y otro montón con una cinta
verde musgo. La madre de Leila dijo que
dejáramos la caja, que ella se ocuparía, y ambas nos miramos sin decir una
palabra, mientras que nuestras miradas y corazones recordaron, “la carta”.
Hoy es 2 de
enero, otra vez… Leila me invitó a tomar un té en la vieja casa, que ahora
habita ella y su marido. Al entrar noté que no era la Leila que había conocido.
Me hizo pasar al pequeño saloncito, que había sido la habitación de la abuela y
ahora era una especie de recibidor con unos sillones raídos y sobre una pequeña
mesa, dos tazas de té, una tetera, el viejo sobre, y todos los lazos que ataban
las cartas de la caja de las mariposas.
Entre tés
calientes, tibios y fríos, descubrimos juntas el significado de cada lazo, solo
faltaba ahora saber, dónde debía haber estado la carta que había sido nuestro
juego. La tarde se convirtió en madrugada, y nuestro secreto se nos reveló
entre las penumbras y susurros de aquel cuarto de la niñez.
Nuestra carta
pertenecía al atado del lazo verde, lo supimos pues el remitente decía: ciudad
de Mar del Plata, como todas las otras de aquel montón. Lenka era la
escribiente, había nacido en el Gulag de Akmolinsk, en Kazajistán, como la
abuela, y por algún maravilloso milagro
había sobrevivido y logrado escapar, llegando en su adolescencia a nuestro
país. Todas las otras cartas tenían el mismo origen, eran mujeres rescatadas de
sus propias memorias por la abuela de Leila, para intentar seguir vivas de este
lado de la vida. En cada uno de esos papeles amarillentos, había historias de
amor, de todos los amores posibles.
Leila y yo
decidimos esa tarde, que Lenka era nuestra, liberamos las mariposas azules de
la caja y nos propusimos tejer cuentos y poesía con cada una de las historias,
para que otras mujeres, y también hombres, entiendan lo que ocurre cuando un
ramillete de palabras se convierten en la única forma de seguir vivos, aunque
el corazón parezca haberse detenido al dejar de escuchar la dulce lengua de Kazajistán.
(español)
Illa era una niña como muchas, inquieta, alegre y curiosa.
Solo había un pequeño detalle que la diferenciaba
del resto, ella había nacido en un palacio en la India, su mamá era una reina y
su papá un rey, así que ella era una niña princesa, igual que cualquier otra.
El palacio era un gran lugar de juegos, lleno de música, almohadones para dormir siestas que nunca deseaba dormir, campanas, cascabeles y colores brillantes. Solía andar descalza y su padre le decía cada mañana que no olvidara sus sandalias.
En su niñez, su madre le contaba las más bellas historias, pues decía que un día debería contarlas a la gente, para alegrar sus oídos y sus corazones, desde aquel entonces, Illa también contó historias, su tierra era el hogar de los mejores cuentacuentos y poetas. Podría decirles que había una hora del día, donde los cuentos se escuchaban mejor… el atardecer; era una hora perfecta en que el río se teñía de color oro, para pasar luego al color naranja intenso y finalmente volverse morado oscuro como la noche.
Una tarde su madre fue a buscarla a donde muchas veces se acurrucaba, había una pequeña puerta por el costado de la cocina principal que daba a un jardín y al caminar la orilla misma del río, terminaba en una roca inmensa, que con los años pudo trepar cada vez mejor; desde allí el oro del agua era real. Hasta ahí llegó su madre, con un collar de ámbar y turquesas en sus manos, por fin se conocían la princesa y el talismán de las palabras…
- Mira hija, cada gota de ámbar es como una gota del río, llévalo contigo para que nunca olvides este atardecer, esta sabia serenidad, para que la unión del agua y el cielo, sea lo que te aliente el andar… y también a regresar.
Después comenzó a contar la historia de una niña princesa que amaba las palabras y que había descubierto cómo regalarlas haciendo que se volvieran bálsamo, aliento, abrazo.
Y la reina usó un cuento para explicarlo… “Hubo una vez una escuchadora, la gran Samaya, ella escuchaba por igual, humanos, animales, plantas y estrellas, y preparó jugos de pétalos de rosas, de estrella fugaz, de destellos de luciérnaga, de claridad. Esas aguas mágicas ayudaron a muchos a volver a sonreír, cuando se enfermaban”.
- ¿De qué estaban enfermos mamá? – preguntó.
Su madre explicó que los hombres estaban enfermos de muchas cosas, pero todas tenían el mismo origen, una origen, una pequeña perla negra, que muchos atesoraban buscando lograr lo que deseaban, o tener riquezas o ser inmortales; pero lo que pocos sabían es que esas diminutas perlas oscuras, crecían día con día, sobre todo, cuando el corazón estaba en sombras o cerrado. Esto podía llegar a matar a quién las atesorara.
Khalil se había pasado toda su vida buscando la gran
torre de la que hablaba su abuelo, y a medida que crecía, cada vez que alguien
le ofrecía una perla negra para conseguir sus deseos, él la aceptaba.
Un día Khalil entendió que el camino era exactamente
el opuesto. Fue hasta las grandes montañas que rodean el desierto, y en una
cueva dejó una pequeña bolsa con todas las perlas negras que había juntado
durante su vida. Al bajar de aquella cueva, ya había entrado la noche, así que
decidió dormir allí y con el primer rayo de sol continuar camino a casa. Cuando
despertó, se sintió confundido, el paisaje ya no era el mismo, caminó unos
metros y surgió ante él su mayor de sus deseos: la torre del cuento de su
abuelo. Ya no era una torre, ya que se
había derrumbado con el paso de los años, y solo quedaba su base y una montaña
de escombros de lo que alguna vez habrían sido sus pisos. Con sus manos y un
gran esfuerzo, comenzó a quitar las rocas y escombros de la superficie, pero
reconoció que solo no podría hacer nada, así que volvió a Samarcanda a buscar
ayuda; sus primos y algunos vecinos le ayudaron, y entre todos pudieron
recuperar sesenta y nueve preguntas con sus respuestas… solo unas pocas
pudieron ser entendidas.
Desde aquel momento comenzó el viaje de Khalil a
diferentes tierras, para conseguir descifrar cada lengua, y lo que decían los
mensajes”.
Hoy Illa visita escuelas, almacenes, fábricas y
bibliotecas, llevando las preguntas que aún no tienen respuesta, pues ha
descubierto que hay más magos y cuentacuentos que los imaginados y todos saben
un idioma diferente; algunos no hablan, otros no ven, y hay quienes no
escuchan, sin embargo cada nueva respuesta encontrada, vuelve este mundo un
poco más hermoso, y no puedo evitar preguntarles…
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