EL PEQUEÑO SECRETO
A las tres de la
tarde, en la casa de la abuela, no volaba una mosca. Aun cuando nos enviaran a dormir la siesta,
como todos lo hacían, nosotras susurrábamos las decenas de travesuras que nos
llevarían a una penitencia segura.
Aquello ocurría
en la penumbra de la habitación de Leila y sus hermanas, cuando el cuarto se
convertía en la cueva ideal para encontrar las respuestas que los grandes no
querían darnos y nosotras, sabíamos que existían.
Todo empezó un 2
de enero de 1963.
Por la mañana
había llegado el cartero con toda la correspondencia y como la abuela había
salido hasta el almacén, Leila recibió las cartas. Hasta el día de hoy, ni ella
ni yo sabemos por qué de todas ellas, eligió aquel sobre de papel delgado, casi
transparente, escrito en tinta azul con caligrafía esmerada. Sin pensarlo, lo
guardó en el bolsillo de su falda y al regresar la abuela, le entregó todas,
menos esa. Por la tarde, la carta en
cuestión, fue nuestro juego.
Abrimos el sobre
sin reparar en su remitente, ni en la posibilidad de resguardarlo, para luego
volver la carta al mismo; sin conversarlo, habíamos decidido que nadie se
enteraría de su existencia. Sería nuestro secreto.
Un 2 de enero,
pero veinte años después, despedimos definitivamente a la abuela de Leila. Su
madre y sus tías, se tomaron unos días para limpiar su cuarto, y nos pidieron a
nosotras que las ayudáramos a juntar lo que se donaría a la iglesia, y qué
objetos o recuerdos, conservarían para ellas.
Debajo de la cama
apareció una caja de madera, íntegramente pintada con unas mariposas celestes y
azules. Leila la abrió y comentó que estaba llena de cartas que alguien le
había escrito a la abuela; unas atadas con un lazo celeste como las mariposas,
otras con un lazo dorado, unas pocas con uno rosa, y otro montón con una cinta
verde musgo. La madre de Leila dijo que
dejáramos la caja, que ella se ocuparía, y ambas nos miramos sin decir una
palabra, mientras que nuestras miradas y corazones recordaron, “la carta”.
Hoy es 2 de
enero, otra vez… Leila me invitó a tomar un té en la vieja casa, que ahora
habita ella y su marido. Al entrar noté que no era la Leila que había conocido.
Me hizo pasar al pequeño saloncito, que había sido la habitación de la abuela y
ahora era una especie de recibidor con unos sillones raídos y sobre una pequeña
mesa, dos tazas de té, una tetera, el viejo sobre, y todos los lazos que ataban
las cartas de la caja de las mariposas.
Entre tés
calientes, tibios y fríos, descubrimos juntas el significado de cada lazo, solo
faltaba ahora saber, dónde debía haber estado la carta que había sido nuestro
juego. La tarde se convirtió en madrugada, y nuestro secreto se nos reveló
entre las penumbras y susurros de aquel cuarto de la niñez.
Nuestra carta
pertenecía al atado del lazo verde, lo supimos pues el remitente decía: ciudad
de Mar del Plata, como todas las otras de aquel montón. Lenka era la
escribiente, había nacido en el Gulag de Akmolinsk, en Kazajistán, como la
abuela, y por algún maravilloso milagro
había sobrevivido y logrado escapar, llegando en su adolescencia a nuestro
país. Todas las otras cartas tenían el mismo origen, eran mujeres rescatadas de
sus propias memorias por la abuela de Leila, para intentar seguir vivas de este
lado de la vida. En cada uno de esos papeles amarillentos, había historias de
amor, de todos los amores posibles.
Leila y yo
decidimos esa tarde, que Lenka era nuestra, liberamos las mariposas azules de
la caja y nos propusimos tejer cuentos y poesía con cada una de las historias,
para que otras mujeres, y también hombres, entiendan lo que ocurre cuando un
ramillete de palabras se convierten en la única forma de seguir vivos, aunque
el corazón parezca haberse detenido al dejar de escuchar la dulce lengua de Kazajistán.
mariafernandagutierrez
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