LA IMPRENTA Y LA RUECA
María tenía el don de hilar palabras.
Su abuela y tres de sus tías,
le habían enseñado lo fundamental de la costura y la poesía.
Había que enhebrar la aguja
con el hilo suficiente, ni más, ni menos, pues cuando queremos contar una
historia, no deberán faltarnos palabras o puntadas, pero tampoco sobrarnos,
pues “ellas” cuando sobran, se amontonan y se vuelven ruido para lo que intentamos
decir; y sobre todo para la poesía que el mundo necesita recibir.
María guardaba en su
costurero, carreteles de hilos rojos para las “A”, pues decía que el rojo era
el avance de la valentía, así que allí prolijamente ovilladas, esperaban a ser
usadas: amor, abejas, alimento, albahaca, arcoíris, aventura, alma, aire. Por supuesto
eran muchas más, pero estoy segura que ustedes querrán saber qué otros
carreteles había en el costurero.
El hilo amarillo era la gran
sabiduría de la “B”, y entonces, bondad, boca, bailar, bendición, bizcocho o
bello, eran algunas de las que estaban listas para formar parte del siguiente cuento.
En el carretel del hilo verde,
esperaban mansas para sanar corazones heridos, las que comenzaban con “C”: corazón,
casa, camino, carcajada, costurero, cocinar y coser.
Me distraje toda una tarde con
aquella caja mágica que era el inicio de todas las historias, pero recién al
día siguiente, le pedí a María si me enseñaba a usarla. Me miró largamente a
los ojos y me preguntó si tenía tiempo, contesté que sí, sin imaginar cuánto
tiempo era un tiempo, y me llevó hasta un aparato de madera que descansaba
en un rincón.
- .- Esto es una rueca, ¿la has usado alguna vez?
Por supuesto que no lo había
hecho, así que me dispuse a aprender. Ella me explicó que las hilanderas, eran
las artesanas del viento, pues si él no soplaba entre las hebras, no podría lograrse
jamás el mejor hilo para enhebrar palabras. Lo entendí al intentarlo. Con suma
delicadeza había que tomar un poco de lana entre el pulgar y el índice,
mientras se acariciaba el vellón para volverlo hojas, luciérnagas, fuego o
selva.
Las primeras palabras que
salieron de mis manos en aquel rincón en penumbras, ni yo misma las entendí,
sonaban a nudo, mazacote o engrudo, María me explicó que era normal que
ocurriera y que así comprendería cuánto tiempo era un tiempo.
Cuando llegó el momento de
descansar, me llevó a un gran cuarto iluminado por el sol de un mediodía de
otoño; en el centro alfombras y almohadones, y sobre varias pequeñas mesas y
estantes, algo que no comprendí al verlo por primera vez. Esa era la biblioteca
y todos aquellos tejidos de colores, eran libros.
Desde aquel descanso, he
dejado de ser lo que yo creía que era. Me he dado cuenta que nací para
hilar, soy la ayuda esencial que necesitan los poetas y cuenteros para poder
hilvanar amaneceres con despertares, bordarles una luna en el horizonte y
permitir que los personajes caminen sobre el hilo celeste que acabo de terminar.
Ahora converso con las ovejas
y agradezco el tiempo de esquila, pues de no existir su regalo, no habría forma
de rescatar historias.
María, tiene el don de hilar
palabras.
María observa, escucha,
alimenta borregos y borda, pues tuvo una abuela que le enseñó a coser, una tías
a tejer, y todo el tiempo que lleva un tiempo para compartir los sueños que aún
descansan en la caja mágica de su costurero.
mariafernandagutierrez
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